miércoles, 7 de diciembre de 2011

Chalanes.

Y el señor dijo "el que esté libre de cometer pendejadas, que tire la primera piedra". Esa frase la traen tatuada en el alma todos los que se dedican al oficio de "chalán". Es como si al graduarse de la carrera de chalanería levantaran el brazo y juraran que, por lo menos alguna vez, cometerán una estupidez digna de ser recordada.

Y así, sin preámbulo, sentido común, ni curso propedéutico, salen a la calle con la intención de reparar cualquier desperfecto que los horizontes que la plomería, la electricidad y la construcción pueden ofrecerle a los nuevos empresarios. Empresarios jóvenes y emancipados por ser "sus propios jefes". No conformes con ello, en ocasiones son elevados a la categoría de héroes por todos aquellos que contratan sus servicios y han sido rescatados de las garras de una regadera constipada o un excusado desbordante. Héroes con manos colmadas de grasa, suéteres plagados de agujeros y curriculum, y pantalones que solo cubren media nalga, pero héroes al fin y al cabo. Siempre llegan a salvar a la damisela en peligro. Crudos o todavía ebrios... pero llegan.

En fin, con dicha presentación quiero contarles de tres heróicos sujetos que son dignos de admiración.

El primero de ellos es un héroe cuya habilidad para tronar la instalación eléctrica de una empresa le valió para ser bautizado como "el toques". Nomás el tipo pegaba de gritos mientras la mano recibía la descarga de 300 computadoras furiosas de kilowatts y la señora de la limpieza le daba de escobazos para despegarlo. Como el negocio de la electricidad no era del todo redituable, decidió arreglar chapas y en cierta ocasión puso la cerradura al revés, de tal suerte que para entrar a la casa uno sólo giraba la manija, mientras que para salir, se requería llave. Por último, lavar tinacos sonaba como un empleo de bajo riesgo, cosa que no pensó su propio hijo porque "el toques" tuvo el detallazo de cerrarlo con todo e hijo dentro "para no perder la tapa" mientras bajaba a cumplir con la hora de la comida.

El segundo de ellos, es un padre que vela por la seguridad de su progenie. Resulta que los focos interiores de una alberca irradiaban electricidad y eso, mientras uno está sumergido en el agua, no es la sensación más amena del mundo. Con este escenario, se puso a prueba si la canción de "hoy quiero decirte papá" vale la semana y media de ensayos que tuvo el vástago de nuestro personaje actual. Una noche, la dueña de la alberca recibe una llamada del atrevido electricista y la conversación fue más o menos así:
-Señora, disculpe el atrevimiento, pero llevé a mi chamaco a su alberca pa' que nadara un rato.
-Bueno, Juancho, pero ¿ya arregló lo de los focos?
-Ya seño, por eso me llevé al niño.
-¿Cómo es eso?
-Ah, pues ái lo metí y pos le dije que nadara por ahí cerquita de los focos y me dijera si sentía algo. Mientras, yo agarraba y le iba moviendo a la caja.
-¡¿Cómo cree?!
-Pos sí. Yo nomás le preguntaba "¿ái sientes algo?", "no, pá", me contestaba. Y de pronto que me grita "¡ah chis! Pá... ¡da toques!" Y entonces ya le movía a la caja. Y al ratito, con otro foco "ora pá, ¡da toques!"

Y ahí tenía a su hijo como bolsita de té patrocinada por energizer.

El tercero de la lista se lleva las palmas. Un glorioso e ilustre gasero, en un martes cualquiera, descendió del camión, jaló la manguera, la conectó a la tubería y subió al tanquecito ese, donde se guarda la explosiva sustancia. Hasta la fecha ignoro por qué, pero en ese momento el gasero, que se encontraba trepado junto al tanque, a cuatro metros del piso, decidió purgar la línea.

Yo solamente lo veía ahí, envuelto en una nube blanca como aparición de la virgen morena en una versión más peluda y cavernaria.
-Oiga, ¿no es peligroso eso?
-No, es que la linea está muy sucia. Todo está bien.

Entonces uno hace lo que cualquier incrédulo hace en esos momentos: encogerse de hombros y contemplar al imitador de la guadalupana viajar hacia lo inevitable.

De pronto, ¡¡¡¡Booooooooooooooooom!!!! Un empujón de aire sacudió la casa y las puertas se pandearon. El tipo salió volando por los aires y mientras yo corría hacia afuera, el hijo del gasero entraba corriendo. ¿Cómo deduje que era su hijo? Fácil. El puberto entró a la casa al grito de
-¡No mames, papá! ¡No mameeeees!

"Tu papá no va a poder mamar en un buen rato...", pensé mientras el tipo rebotaba por el filo el techo, la ventana, una enredadera y al final se estrelló con una maceta. En la calle, la gente asustada decía "huele a gas" mientras se alejaban prendiendo un cigarrillo para calmar los nervios.
Una vez que regresé a la casa, el gasero preguntó
-¿Me quemé la cara?
El pelo lo traía más quemado y cortito que cadete en novatada. La ceja derecha había quedado completamente lampiña y hacía juego con la izquierda que se peleaba con la sobrepoblación arriba el ojo.
-Ahorita le conecto el gas.- Dijo.
-Ahorita se va al hospital - respondí.
-Por mi no se preocupe - señaló con humildad y pena.
-Si lo que me preocupan son las tejas que se rompieron. -¿Lo dije o lo pensé?

El caso es que el tipo se fue, cojeando tras haber perdido la batalla. Un héroe que llegará a casa a narrar cómo escapó a las fauces de la muerte y se levantará para sobrevivir un día más a las garras del gas y de la ciudad.

Llegará el día en el que los almanaques del mundo reconozcan el "día del chalán" y la reina Victoria y los gobernantes del mundo les hagan un desfile pero, mientras eso ocurre: "el que esté libre de cometer pendejadas..."

sábado, 4 de junio de 2011

"Ese es tu error, cabrón".

No sé si les ha pasado a ustedes, pero en ocasiones lo invitan a uno a formar parte de una fiesta. Sí, a pesar de lo extraño que pueda parecer, resulta que siempre hay algún tipo dispuesto a abrir las puertas de su casa a la aventura que una fiesta implica, porque, seamos francos, las fiestas son como el table-dance: están llenas de variedad. Las hay de cumpleaños, disfraces, despedidas de soltería, aniversarios, bautizos, divorcios, graduaciones, sepelios y cuanta cosa a uno se le ocurra.

En algunas fiestas, apenas la puerta se abre, uno se encuentra con amigos que hace mucho tiempo no veía, donde todo son abrazos, chistes y frases como “sí, hay que vernos… nos hablamos, eh… seguimos en contacto”. A veces uno llega y se topa con tres tipos deprimidos alrededor de una botella a medio vaciar, como si de una consulta a la ouija se tratara. En algunas otras, la casa vomita gente mientras un montón de desconocidos ponen sus vasitos rojos entre las fotos de la mamá del organizador y luego andan bebiendo de cada uno para comprobar que ninguno es el suyo y decir: "Ah chingá. Pues, según yo, era ese". Hay veces en las que la casa es invadida por una jauría etílica largamente entrenada para hacer del espacio, que el sujeto llama hogar, un enorme basurero experimental, donde las macetas se convierten en ceniceros, las escaleras en tribunas, la cocina en narcotiendita, el comedor en club social, la sala en fajódromo y las habitaciones en Sodoma y Gomorra.

En fin, con tal acervo cultural, decidí dos cosas. La primera, asistir a la fiesta en turno; la segunda, cambiarle el nombre a todos los asistentes en este escrito. 

Cuando llegué, un montón de desconocidos se encontraban ya vaciando botellas. Saludé a Toño, el anfitrión, quien estaba más ocupado que Kalimba en un juzgado. Pronto llegaron Luis, Oscar y Mateo, amigos de Toño y míos.

Las horas y las botellas desfilaron con la rapidez de una pasarela. En la fiesta, Luis, tuvo el detallazo de fijarse en una chava y hacerle incómoda su estancia, intentando ligarla con la poca habilidad que su borrachez le permitía. Oscar, se la pasaba hablando de todas y cada una de sus conquistas de barrio. Mateo miraba al cielo, o al techo, nunca supe.

De pronto, sin enterarme cómo, estábamos los cinco amigos en un círculo en el que los sobrios cooperábamos con el equilibrio de los ebrios. En ese momento, pasadas las no sé qué horas de la madrugada, presencié tres monólogos cruzados. Sí, Luis, Oscar y Toño hablaban con la necedad que sólo el alcohol sabe brindar. La "plática" fue más o menos así:

- Güeyes, - atinaba a decir Luis - qué chingón estar acá con ustedes; no mamen, de verdad, qué chingón. Es un honor que sean mis amigos. ¡Un honor!
-Es que, pinches viejas, güeeeeey, todas son iguales. ¿O no? ¿O no? - contestó Oscar.
- Cabrones, - dijo Toño - ésta es su casa. Y el día que quieran venir, - repartiendo golpes con el índice a cada uno - tú, tú, y tú, y tú, esta es su casa. Son bienvenidos, siempre, porque esta, es su casa.
- Güeyes, - interrumpía Luis - se me llena la boca de orgullo de poder decir que ustedes son mis amigos. Porque, ustedes cabrones, escúchenme bien, ustedes cabrones, ¡son mis amigos!
- Sí, güey, - decía Oscar sonriendo - porque las pinches viejas, -reflexionando profundamente - no mames, güey. Son unas ojetes. ¿O no? ¿O no?
- Y el día que quieran vienen y nos echamos un vino, porque esta es su casa. - insistía Toño - Es tu casa, güey, y la tuya y la tuya y cuando quieran, esta es su casa.
- Oye, - interrumpió Mateo, quien no había intervenido en el quilombo de monólogos - ya no supe, ¿la fiesta es para celebrar el cumple de tu mujer?
- ¡Ese es tu error, cabrón! - contestó Toño mientras giraba para quedar frente a Mateo. Entonces, dijo una de las mejores  frases que he escuchado - Crees que para festejar hay que justificarse, que la vida necesita justificaciones para celebrar, y LA VIDA ES GRATIS.  Entiéndelo; no tienes que esperar a que sea un cumpleaños, o navidad, o que tengas una nueva chamba para estar con tus amigos. ¿Qué pedo con eso de llenar la vida de pretextos para vivirla? Eso es de mediocres... es lo que nos han enseñado. Y no, de eso no se trata. La vida es gratis. Hoy nos juntamos por el gusto de hacerlo. La vida es gratis, y eso no va a cambiar.

Sí, las fiestas son como el table, están llenas de variedad.

J.

sábado, 14 de mayo de 2011

Cabecita blanca.

El pasado día de la madre, decidí, como buen mexicano, pasar el día con la mía... y ella con la suya. Fue así como llegué a visitar a mi abuela.

Mi abuela es una venerable anciana, como casi todas las abuelas. También, como casi todas las abuelas, la mía tiene la cabeza blanca y una colección de arrugas tal, que parece anuncio andante de persianas romanas. Y, como casi todas las abuelas, tiene vicios maravillosos, de esos que a los niños les dan risa y a los adultos les dan pena. Sin embargo, hay algo que mi abuela tiene y es distinto a muchas otras: un superpoder. No, no es que tenga visión de rayos x, pese a tanta cirugía acumulada; tampoco es que tenga facultades hipnóticas, más allá de quedarse jetona en plena reunión familiar... no. Mi abuela tiene el superpoder de supervalerle madres decir cuanta superpinche grosería le venga en gana.

Mientras Clark Kent se quita los anteojos y se calza unas mallas, basta un trago de cerveza, que para la abuela es como el elixir de la juventud, para que comience a transformarse en Juan bautista y renombre a todos como "ssssonpendejosss" y "josdelachingada". Ya se lo habían advertido a Peter Parker: con un gran poder viene una gran responsabilidad.

Obviamente, a la abuela no se le permite manejar. Ignoro si es por la edad o por el miedo a toparse con el alcoholímetro. Ya imagino al oficial preguntándole "¿cuántas se tomó, abuela?" y, mientras tanto, ella soplándole al tubito a la vez que responde "sstependejo... ¡qué bien chingas!". Porque, claro está, para la cerveza mi abuela es democrática: no le importa si es indio, bohemia, usa corona, lleva dos equis o se toma en nochebuena... todas están invitadas a la misma mesa.

La maravilla de la abuela es cuando sonríe después de decir una grosería. ¡Ah, cómo lo disfruta! Ahí se le pone, entre las arrugas, una sonrisa bien plantada, como de niña chiquita cuando ha hecho una travesura. En ese momento, tras la altisonante palabra, parece que su mundo es un lugar feliz.

Claro está, que como todo atributo sobrehumano, la abuela también tiene su kriptonita. Cuando hay reuniones familiares mi abuela calla. Calla y bebe... pero no maldice. En esos momentos la vida se le pone seria. Los problemas cotidianos le aquejan la plática y la sonrisa pícara se le queda guardadita. "Una señora se ve muy mal si no hace lo que se le dice", repite cada que puede.

Quién sabe qué silencios pensará. Sólo se que la mirada se le hace taciturna, cabizbaja. Entonces, me acerco, cauto entre la muchedumbre familiar y le digo al oído, "oye, vamos a hablar de pendejadas".

lunes, 25 de abril de 2011

¿Por dónde empiezo?

Recuerdo aquella época en la que la mesa del desayunador y yo teníamos la misma estatura. Como todo buen escuincle, lo que todo el tiempo quería hacer era jugar y mandar las tareas escolares derechito a la chingada... claro está que dicha palabra no existía en mi repertorio infantil. Y también, como todo buen niño, respondía a la clásica pregunta que hacen los que tienen la cabeza más lejana del piso (o sea, los adultos) "¿y, qué vas a ser (a hacer - nunca supe cuál era la que me preguntaban) de grande?" Yo les respondía lo que a los adultos les gusta que les respondan, "Voy a ser bombero, policía, astronauta, médico...". Eso sí, mentiroso desde chiquito.

La verdad, lo que yo quería, era ser vagabundo.

Yo pensaba que un vagabundo era un tipo que se la vivía de viaje alrededor del mundo. La idea de agarrar una mochila con tres chocorroles, un frutsi, un boleto del metro y recorrer el planeta me parecía lo mejor que le podía pasar a cualquiera en la vida. Imaginaba que uno llegaba por azares del destino a cualquier lado, ya sea por barco, camioneta destartalada, trailer, caballo o lo que fuere... y que viajar siempre salía gratis. Sólo había que pedir aventón y así uno podía conocer nuevos y viejos continentes. La clave de todo, según mi corta edad, era hacerse amigo de todo mundo. Y es ahí donde, lo confieso, que mi verdadero interés tomaba forma. Lo que más me interesaba del viaje eran las historias de las personas que iría conociendo alrededor del mundo.

Historias y más historias. Conocer a fondo la vida de miles de desconocidos. Compartir las historias, nuestras vidas, pedazos de mundo que se transportaban con palabras, en cualquier idioma: eso era lo que más quería.

Si mi santa madre se hubiera enterado de mi plan de vida, seguro que me lanzaba una mirada inquisitorial de esas que hacen lo que la jeta de Elba Esther Gordillo a la lujuria: quitar las ganas. Naturalmente, la mirada hubiera venido acompañada de slogans maternales: "Ay, mijito; hacemos el esfuerzo de educarte para que nos salgas con eso". "Tú y tus ideas; primero acaba la escuela y luego hablamos". "Me vas a sacar canas verdes". "Mientras vivas en esta casa, obedecerás mis reglas". "Te vas a morir de hambre". "¿Quién te va a pagar nomás porque te platiquen algo?"

No hay infancia que soporte tanta publicidad.

Mi carrera de vagabundo no se ha consumado. Por lo menos, no como lo soñaba antes de mi primer década de vida. En cambio, historias de otros, de esas, como dijera la nana Goya, "esa, es otra historia". Ciertos días de la semana me pasa siempre lo mismo. Me siento en un cómodo sillón, subo los pies al pequeño baúl que tengo frente a mí, que hace las veces de mesa, y cada hora entra una persona desconocida a contarme su vida. Soy psicólogo.

Obviamente no contaré las historias de aquellos que vienen a entender las propias, y acaso a componerlas. Algo curioso entre nosotros, los clínicos, los que atendemos a las historias ajenas, es que siempre pasa lo mismo. Llegas al consultorio, te sientas, desapareces y le dedicas el tiempo, la atención y la energía a la vida de otra persona. Al final del día reapareces en escena y no tienes ni una anécdota propia de ese día. Todas son ajenas.

Nunca en mi vida llevé un diario, o una bitácora. Esto que escribo es para narrar algunas de las cosas que pasan cuando uno está presente, cuando uno es dueño de sus propias historias.

J.